Prácticas artísticas en el espacio público Danzaperra y el cuerpo en acción

Prácticas artísticas en el espacio público
Danzaperra y el cuerpo en acción*

Por Jorge Ortiz Leroux y Nayeli Benhumea

Para abordar el tema de la conformación de la ciudad a través del arte es necesario reconocer aquellos aspectos que han transformado las prácticas artísticas y estéticas en el espacio público global en las últimas décadas. Uno de estos aspectos es la manera en que los habitantes de las ciudades viven la ciudad, cómo la experimentan y perciben, así como qué tipo de relaciones entablan con el entorno y los demás habitantes.

Las ciudades están llenas de símbolos que le otorgan identidad pero también la transforman. Quizás uno de los rasgos fundamentales de las ciudades actuales es su constante transformación, su adaptación constante e incluso inadvertida. En este sentido los símbolos en las ciudades permanecen pero a la vez se actualizan, renuevan o transforman, como nuestra emblemática bandera tricolor, hoy recurrentemente mostrada en protestas callejeras con sórdidos colores en blanco, gris y negro, o incluso salpicada de manchas rojas, haciendo alusión a la violencia producto de la malograda bola de nieve en que se han convertido las guerras contra las drogas que hoy tienen en vilo a las urbes mundiales.

Las urbes son resultado de su historia y su memoria, de sus voces y modos de movimiento, sus intercambios, encuentros, juegos y conversaciones (Viviescas, 1997). Una historia vital de la ciudad tiene que atender a los sujetos que la habitan, que son a su vez las moléculas de un cuerpo-ciudad sin el cual no tendrían movimiento. Ni la ciudad se explica sin sus pobladores, ni viceversa. Como un cuerpo, ambas entidades han establecido una relación simbiótica que así como se puede enfermar o descomponer, igualmente se recompone o reinventa.

Esta premisa vale igualmente para entender la relación entre arte y ciudad. El arte público ha dejado de ser predominantemente ese espacio conmemorativo o celebratorio con que el Estado o los gobiernos legitiman su presencia mediante esculturas o estatuas dedicadas a los próceres de la patria. No en balde, las revueltas más lúdicas de la historia reciente a nivel mundial han tomado como acción emblemática la destrucción o caída de las esculturas de caudillos que representan al poder. El arte en las calles, en este sentido, ha rebasado al arte oficial u oficialista. Analistas del arte en las ciudades (sea como arte urbano o arte en el espacio público) hablan de que hoy “se vive un momento en que la calle vuelve a ser reivindicada como espacio para la creatividad y la emancipación” (Delgado, 1999) cuyo origen se remonta, como dice Claudia Lontaño, a

“una ruptura con las lógicas del monumento y el espectáculo, en un proceso de consolidación estética que enriquece el paisaje urbano, permitiendo la movilización de sentidos y fortaleciendo niveles expresivos que establecen la comunión entre el mundo cotidiano y las determinantes de una política ciudadana que, a su vez, democratiza el acceso a la obra de arte” (Londoño, 2003).

Las prácticas estéticas o artísticas que buscan establecer una intercomunicación entre los ciudadanos, el arte y el espacio, son resultado y respuesta a un proceso histórico en el que las urbes entran en crisis por distintos factores: segregación, concentración de pobreza, pérdida de calidad de vida, deterioro de los centros históricos, degeneración arquitectónica y del espacio público, etc., todo lo cual tiene consecuencias como la deshumanización y la perdida de espacios de encuentro, intercambio y convivencia (Gómez Aguilera, 2004).

De este modo la recuperación de las ciudades, más allá de cualquier actitud nostálgica, supone tanto la rehumanización de los vínculos entre los urbanitas, como el reconocimiento de un ámbito plural y heterogéneo de intereses y modos de ser y vivir, reconociendo al espacio público con “lugar de expresión, de identidad y de pluralidad de las formas de ciudadanía democrática contemporánea” (Gómez Aguilera, 2004). Este tipo de ciudadanización puede rastrearse desde el surgimiento de las vanguardias artísticas del siglo XIX (por ejemplo el cartelismo que irrumpe en calles y avenidas en Paris), pero se consolida en los sesentas del siglo XX con el land art y el minimalismo, con la emergencia de una especie de escultura negativa que rompe la lógica del monumento, deslocaliza las piezas, muestra sus modalidades abstractas y revela su condición esencialmente nómada (Krauss, 2004). La transformación de la escultura ha pasado por la pérdida de formalidad, materialidad y contorno, así como por la negación de la masa, el volumen y la verticalidad, introduciendo además su carácter efímero y la reivindicación del proceso constructivo y de la acción por encima de la obra. Estas mutaciones de la escultura también ocurrirán con las otras artes, como en los años sesentas en que los artistas optan por expresarse en el espacio público, tanto en el espacio urbano como en parajes naturales, realizando con ello una crítica al sistema comercial del arte encabezado por las galerías, y apelando al mismo tiempo al deseo utópico de restablecer los vínculos entre arte y vida, como había ocurrido ya a finales del siglo XIX, con el fin de aproximar al ciudadano al arte moderno y hacer de las ciudades espacios menos despersonalizados.

Espacio, lugar y prácticas artísticas

El auge de prácticas artísticas en el espacio público a partir de los sesentas, inaugura estrategias específicas en torno a la relación entre las obras y los espacios en que se despliegan. Las acciones artísticas comienzan a cargar de resonancias concretas a los lugares, dotando a estos de situaciones que les otorgan valor y fuerza urbana (Gómez Aguilera, 2004). El lugar no sólo es concebido por sus propiedades formales, como la escala, las dimensiones y el emplazamiento, sino también por sus características sociales y políticas, por la historia y memoria que evocan.

Si pensamos en el happening, el graffiti, el arte callejero, el performance u otras formas de intervención en el espacio público, la relación obra-lugar ocupa un lugar fundamental no solo por convertirse en un foco de atención del creador, sino por sus efectos en la resignificación del espacio urbano. El diálogo que establecen las obras, y sobre todo los procesos emprendidos por estas, con el espacio en donde se despliegan produce una percepción diferente del propio lugar, reconfigurando así una triada significativa entre público, objeto artístico y espacio. Si bien la intercomunicación con el espacio y el público ya había sido explorada por las artes vanguardistas de la modernidad, la emergencia de la posmodernidad y de la globalidad contemporánea, con su énfasis en la experiencia del público, el desdibujamiento del papel central del autor y la focalización de aspectos relevantes y críticos de la vida cotidiana, ha puesto mayor énfasis en los intercambios e interacciones entre el ciudadano y el espacio habitable no solo como soporte de las obras artísticas, sino como un contexto concreto que habla a través de “sensaciones, pulsaciones, vacíos y silencios” (Londoño, 2003), que circulan libremente en un espacio que muchos han denominado “expandido”.

En particular resulta interesante destacar que las relaciones establecidas en estos espacios expandidos y revitalizados ocurren también como encuentros intermediales, es decir, como eslabonamientos o vínculos entre lenguajes, medios y narrativas que ocurren muy a menudo en las prácticas artísticas en su propio desarrollo. Uno de estos vínculos es el establecido entre el cuerpo y la imagen en movimiento, ya de por sí elementos irrenunciables y claves de la modernidad urbana. Los lenguajes corporal y audiovisual tienen sus propias características que al intersectarse se potencializan, dando lugar a un elemento nuevo que podemos reconocer como cuerpo-imagen, que puede ser procesado y manipulado en forma diferente a como ocurre con la danza o la coreografía. Por un lado el audiovisual contiene la imagen y el audio en un plano bidimensional integrado, carente de profundidad y volumen pero suficientemente iconográfico para representar lo que sea y poder convertirlo en un cuerpo en movimiento. El cuerpo análogo, por su parte, distribuido en el espacio y en interacción con el cuerpo visual, vicario y virtual, establece una tensión consigo mismo, con el espacio escénico y con esta replica virtual y fragmentaria.

Los vínculos entre imagen y cuerpo son consustanciales al medio videográfico y audiovisual, pero en este caso lo que nos interesa subrayar es la manera como estos elementos se comportan en el espacio público, sea o no este concebido como un espacio escénico. En este sentido, la imagen en movimiento usada en el espacio escénico, y a su vez este espacio representado en el espacio público, conforman un soporte complejo de cuerpo, imagen y contextos que articula un lenguaje híbrido propicio para la práctica artística. Así lo deja ver Nayeli Benhumea en su texto sobre videodanza.

En la escena el cuerpo es imagen y medio; concebido como imagen, las características de ésta son determinadas por las técnicas bajo las cuales se entrena el bailarín y que sintetizan lo que una cultura comprende como posibilidades para un cuerpo en movimiento; como medio, el cuerpo del bailarín al moverse sobre la escena objetiva, a través de su propia corporalidad, las ideas del coreógrafo (Lachino, Benhumea, 2012).

El cuerpo y la acción en el espacio

Modificar la cotidianidad con el cuerpo y a través de la acción. Lanzarse en medio de la multitud con este cuerpo observado, cuestionado, este cuerpo que ha sido olvidado, sometido, violentado, controlado, manipulado, este cuerpo, mí cuerpo, es el cuerpo en el colectivo, en la memoria y en la construcción social.

Accionar en el espacio público desde el cuerpo, implica, olvidarse de todos los constructos que el hombre tiene sobre el cuerpo, el de sí mismo formado por sus propias creencias, y el institucionalizado, que recae en todos los cuerpos por una construcción objetualizada, sometida, violentada, coartada. Suceder con el cuerpo en la calle, desde la acción en movimiento, supone una abstracción para el otro, pues su primer pregunta es ¿quién es ese cuerpo y qué hace?: una mujer, joven, pelo largo, vestida de negro, con un rebozo, descalza sobre el asfalto. Este cuerpo no es cualquiera, contiene símbolos que hemos construido a lo largo de la historia, asimismo es observado según estos significados. El movimiento, la acción, es una forma de deconstrucción sobre esta idea de cuerpo que tenemos predispuesta. La acción modifica la lectura sobre el cuerpo que vemos, incluso yo misma (referencia a quien realiza la acción que es la autora del texto) me modifico en medida de la acción que realizo, es decir, mi cuerpo es capaz de ejercer cierto nivel de fuerza, cierto tiempo, ciertos desplazamientos en el espacio que me dotan de significados capaces de traducirse por los otros; es en este lugar que la abstracción sucede y el que observa resignifica y reconfigura al cuerpo, incluyendo el suyo, a través del mío.

Por tanto, esta acción corporal sucede abstrayendo toda idea fundamentada en una lógica cotidiana, yendo a lugares del cuerpo que sugieren una aproximación a lo establecido, para denotar la liberación de un cuerpo que se exime así mismo de cargas simbólicas. Es decir, la acción en el campo de lo público, deviene en la deconstrucción de los espacios establecidos, sometiéndolos a cambios de significado, no solamente en el terreno de la espacialidad, sino en el terreno de lo corpóreo. La acción corporal, aunque política, se convierte en poética. La transgresión del cuerpo-acción en la vida pública, supone una irrupción en los cánones de pensamiento sobre el saber del cuerpo, lo expone, lo exhibe, invita al espectador a la construcción de una lectura sobre el cuerpo danzante ajena pero proveniente al mismo tiempo de la problematización de éste. Se refleja en su propio cuerpo.

Mediante la acción se interviene no sólo el espacio, sino a los otros cuerpos que se encuentran cercanos, se intervienen los objetos, se interviene e interrumpe la vida cotidiana, los tránsitos y el tiempo de la gente, el tiempo del espacio. La intervención da permiso a la modificación y alteración en todos los sentidos. El espacio, los peatones, el tiempo, son modificados, se transforman al tiempo de la acción, alteran el supuesto orden y lo reconfiguran aunque sea por un instante que es el instante de la acción misma. Sin embargo, el cuerpo es potencia que logra provocar la memoria en otros cuerpos. Desde este lugar, el cuerpo que acciona construye su acción, desde la transgresión (no desde la agresión aunque puede hacerlo), su intención es alterar el tránsito, convertirlo en otra cosa, en el tiempo de lo poético dotado de carga significativa, de lucha constante a través de ese cuerpo condicionado que se subleva a él mismo.

Es aquí que el cuerpo-acción se plantea la lucha por la reconstrucción del cuerpo mismo, por devolver el cuerpo su propio pensamiento, al aquí y ahora, olvidándose de sus constructos y llevándolo al campo de lo público, exponiéndolo así a una revolución corporal colectiva.

“Un cuerpo que actúa en el espacio, que lo atraviesa, lo organiza y le da vida a través de sus sentidos, que lo somete a planes y a estrategias, un cuerpo que se deja atrapar y transformar por fuerzas de su entorno histórico, social, emotivo, sensitivo, que nota todas las presencias y ausencias, susceptible a los fluidos que lo influyen” (Delgado, 2005).

La acción del cuerpo en el espacio está cargada de significados negativos, la negación del cuerpo ha hecho que nos separemos de él, dejando a la mente como el único lugar de pensamiento, razonable e incuestionable, “…es el lugar que soporta las sanciones de la Verdad, la Razón, la Racionalidad, específicamente en Occidente, cuyo mito cultural se fundamenta en la deslegitimación de los instintos, las sensaciones, los afectos, las pasiones” dice Mónica Salcido (Salcido, 2016). A la mente se le ha cargado de un amplio significado, pero también ha sido unificada en el cuerpo. Descartes, en sus Meditaciones Metafísicas, se refiere al cuerpo como una cosa sin importancia, pues es a través del pensamiento que incluso los sentidos, mayormente relacionados con el cuerpo, se piensan, no se sienten. El cuerpo, en este sentido, es una herramienta centrada en y para la mente, una herramienta para la existencia del pensamiento.

“No admito ahora nada que no sea necesariamente cierto; soy por lo tanto, en definitiva, una cosa que piensa, esto es, una mente, un alma, un intelecto, o una razón, vocablos de un significado que antes me era desconocido. Soy, en consecuencia, una cosa cierta, y a ciencia cierta existente. Pero ¿qué cosa? Ya lo he dicho antes, una cosa que piensa” (Descartes, 2010). Una cosa que piensa, no un cuerpo pensante, sino una cosa que piensa, la mente, en cuanto que el pensamiento necesita un lugar para existir; digamos que es la mente la que provee al cuerpo, a la cosa, lo necesario para que el pensamiento pueda verterse en toda su mayor expansión. El cuerpo entonces, se separa de su propio estar en el que se abre un mundo de preguntas inexplicables acerca de su percepción, de sus deseos, pasiones, incluso su sexualidad condicionada, sus enfermedades y dolencias. Hemos considerado al cuerpo incapaz de curarse a él mismo, de escucharse y de responderse. La cosa que piensa se vuelve entonces una tensión dialéctica entre cuerpo y mente, en la que ni uno ni otro valen más, sino que interactúan como algo inseparable.

Dos intervenciones de Danzaperra

El colectivo Danzaperra nace justamente con esta idea, que es la de desencadenar una reacción del ciudadano común al presenciar una pieza artística en el espacio público. Las piezas de las que aquí hablaremos son “Trayectos al crepúsculo” y “Espejo de las maravillas”, efectuadas en 2007 y 2008 respectivamente.

La primera de ellas se aventura a realizar una intersección que juega con el tiempo a través del video, el cuerpo y la memoria. Haciendo uso de una transmisión en vivo vía streaming, la pieza se realiza en el centro histórico de la ciudad de México, que históricamente ha servido como registro de trayectos colectivos en innumerables eventos sociales y políticos como marchas y protestas de todo tipo. Las calles aledañas al centro guardan en su memoria los pasos de la inconformidad que por décadas han dejado su huella, su grito, su voz. Campesinos, indígenas, mujeres, gays, colonos, estudiantes, sindicalistas, todos ellos anónimos pero recurrentes en su presencia, han dejado su impronta frente al relevo histórico y generacional del absurdo, que paradójicamente es también de la esperanza. Esta sucesión de energías y singularidades que confluyen en el corazón de la urbe y que forman parte de la vida diaria pero también del inconciente colectivo, es recreada en la pieza por medio de una coreografía escénica individual en la calle, entre vendedores ambulantes y transeúntes que ignoran el contrapunto que esta acción ejerce a través de la red internet, al ser montada y alternada con imágenes históricas de la protesta.

En su presentación en vivo, “Trayectos al crepúsculo” tiene una duración de treinta minutos, durante los cuales intervienen tres cámaras y un sistema de transmisión vía web que permite realizar un montaje dirigido alternativamente al público virtual, ubicado no solo en sus navegadores habituales, sino también al interior de (esta) La Casa de la Primera Imprenta en el Centro histórico mediante una proyección de acciones vivo, mientras el público in situ observa atentamente el desenvolvimiento del montaje corporal en los pasillos de lo que fuera un corredor de ambulantes a un costado del Palacio Nacional. La transversalidad de sucesos y acciones permitió al colectivo Danzaperra reconocer la potencialidad de medios y lenguajes visuales, al mismo tiempo que explorar la relación posible con públicos diversos, análogos y virtuales, con el fin de generar un espacio simbólico común que puso en diálogo situaciones concurrentes en espacio diferenciados. En este sentido, la capacidad del llamado tiempo real para ofrecer esta ubicuidad o unidad temporal, acompañada de una ruptura de la unidad espacial, resultó interesante como forma de experimentar con el espacio y el tiempo a través de lo que ya definimos como cuerpo-imagen.

La segunda pieza, “Espejo de las Maravillas”, también fue similar en tanto dislocación de las funciones regulares del espacio y el tiempo. Para realizar esta intervención se utilizaron herramientas videográficas, proyección en vivo de video en vivo, luz y coreografía dancística, todo ello desplegado en un espacio de tránsito en el metro de la ciudad de México, en particular en una sección del pasaje de la estación La Raza conocido como la Bóveda Celeste. La intervención coreográfica y multimedia se realizó durante dos fines de semana, en un sitio cuya peculiaridad es la luz negra tenue que envuelve el entorno estrellado del firmamento, donde todo el tiempo fluye gente que se dirige al norte de la ciudad, o que incluso sale de la ciudad por la estación autobuses Norte.

El pasaje fue intervenido en dos tiempos, repitiendo dos veces una secuencia de 15 minutos, la primera de ellas cortando la circulación de la gente y la otra permitiendo el flujo de público entre la escena intervenida. La iconografía videográfica se valió de elementos cotidianos del viajante del metro, en situaciones al interior de los vagones y en su fluir por escaleras y pasillos. La coreografía dancística construyó un discurso corporal como lectura singular del sentir y vivir de los usuarios de este transporte colectivo. Esta tensión cuerpo-imagen-contexto-usuario permitió que el primer tiempo de la puesta escénica, más convencional al ser pensado como espacio escénico, se transformara en el segundo tiempo en un espacio de interacciones imprevistas, improvisaciones y juegos entre el público y el espacio lúdico.

La producción de la pieza resultó de la selección de la misma en la Convocatoria Peatonal del la Secretaría de Cultura del Gobierno del D.F., que distribuyó un reducido pero significativo apoyo económico a 20 colectivos seleccionados para intervenir el Metro. La producción en el sitio representó el movimiento de los dispositivos necesarios a cargo de cada grupo participante, incluida la logística y la energía para alimentar el espacio visual y audible. El resultado fue muy relevante no sólo por la transformación efímera, simbólica y formal del espacio, sino por la interacción lograda con el público que se transformó por momentos en participante del evento.

En ambos casos, podemos decir que la vivencia de estas intervenciones se configuró como un proceso social y estético en virtud del lugar en que se realizó y a partir de las interacciones que produjo. El arte contemporáneo en el espacio público tiende a convertirse en un testimonio efímero de lo instantáneo, en un suceso disruptor que se resiste al cumplimiento de las funciones emblemáticas de los sitios públicos, así como de las funciones sociales instituidas, por lo que genera diálogos públicos sobre intereses emergentes y compartidos.

El aspecto natural del paisaje urbano es en este sentido transformable mediante este tipo de intervenciones no convencionales, que producen nuevas relaciones entre las personas y el entorno compartido, y que permiten recomponer el espacio público y social que ha sido degradado y desarticulado históricamente. Los espacios públicos y la urbes no son solo lugares para vivir, sino también para evocar, si pensamos a la ciudad como un sistema vivo cuyos habitantes describe así Manuel Delgado:

los actores de una alteridad que se generaliza: paseantes a la deriva, merodeadores, extranjeros, viandantes, trabajadores y vividores de la vía pública, disimuladores natos, peregrinos eventuales, viajeros de autobús, enemigos públicos, individuos a la intemperie, pero también grupos compactos que deambulan, nubes de curiosos, masas efervescentes, coágulos de gente, riadas humanas, muchedumbres ordenadas o delirantes…, múltiples formas de sociedad peripatética, apenas institucionalizada, conformada por un multiplicidad de consensos «sobre la marcha» (Delgado, 2000).

En conclusión, las prácticas artísticas en el espacio público son un acicate para la interacción de la pluralidad, una herramienta poderosa para organizar la experiencia y construir nuevas realidades, así como un medio para actualizar la memoria, fundamental para que las ciudades pervivan por medio de sus gestos, palabras y memorias, símbolos y sentidos.

* Artículo publicado en el libro: Arte, Historia y Cultura. Nuevas aproximaciones al conocimiento del paisaje, editado por el Departamento de Medio Ambiente, CyAD, UAM, Azcapotzalco, 2018.

Bibliografía

DELGADO, Manuel, Tránsitos, Espacio público, Masas corpóreas, Barcelona, 2005.

DESCARTES, René, Meditaciones Metafísicas, Edición electrónica de http://www.philosophia.cl/Escuela de Filosofía Universidad ARCIS.

SALCIDO, Mónica, Yo filósofa. Filosofar es aprender a morir, 2012 (fecha de consulta: 3 de julio de 2016). Disponible en: <http://revistareplicante.com/yo-filosofa/&gt;

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